El borrador de la historia
Samuel Eichelbaum, el teatro de la introspección
El dramaturgo, escritor, periodista, crítico y traductor argentino nació en Villa Domínguez provincia de Entre Ríos, un día como hoy, en 1894.
Samuel Eichelbaum nació en Villa Domínguez (departamento Villaguay) el 14 de noviembre de 1894, en el seno de una familia de colonos judíos. Cuenta Luis Ordaz en el capítulo 11 de su Historia del Teatro en el Río de la Plata (Buenos Aires: Argentores, 2010) que Eichelbaum afirmaba: “Mi padre era chacarero más nunca fue hombre de trabajar la tierra, ya que era mecánico de la armada rusa”.
El autor da cuenta que a los trece años ya tenía escrita su primera pieza, a la que nombró El lobo manso, y que quienes lo conocían mencionaban que la había escrito a los siete años. Apenas a sus 12 años, se escapó a Rosario, para intentar conseguir productor, director o compañía teatral que quisiese representarla, y al fracasar en su intento, marchó a Buenos Aires.
En 1911, la compañía teatral israelita Guttentag estrenó, traducida al ídish, su obra Por el mal camino. Un año después, Eichelbaum hizo su presentación oficial como autor teatral con La quietud del pueblo, obra en un acto representada por la compañía Muiño-Alippi.
Desde entonces, y hasta su muerte, en 1967, no cesó en su prolífica obra dramática. Sus primeras piezas, vinculadas al naturalismo, recogen observaciones del habla popular, propias del costumbrismo, y la vida de los inmigrantes europeos en Argentina: En la quietud del pueblo (1919), La mala sed (1920), El ruedo de almas (1923) y La hermana terca (1924).
Luego inició lo que se considera una segunda y definitiva etapa en su dramaturgia, que aun anclada en la inmigración, evolucionó hacia un teatro más introspectivo, con influencias del psicoanálisis y de autores contemporáneos como Henri Lenormand y Eugene O´Neill: Cuando tengas un hijo (1929), Señorita (1930), Soledad es tu nombre (1932), En tu vida estoy yo (1934), El gato y su selva (1936) y Pájaro de barro (1940).
Sus mayores éxitos teatrales son dos piezas de ambiente suburbano llevadas repetidamente a las tablas y al cine: Un guapo del 900 (1940) –adaptada al cine en 1960 y protagonizada por Alfredo Alcón, Arturo García Buhr, Élida Gay Palmer, Lydia Lamaison y Duilio Marzio– y Un tal Servando Gómez (1942), –llevada a la gran pantalla en 1950 bajo el nombre Arrabalera, protagonizada por la gran Tita Merello, y en 1957, como Dios no lo quiera, protagonizada por Silvia Pinal–.
Como escritor, fue autor de las novelas Tormento de Dios (1929) y El viajero inmóvil (1933). En Un monstruo en libertad (1925) reunió una serie de relatos.
En su rol de periodista, escribió en La Vanguardia, Caras y Caretas y La Nota, y ejercitó la crítica literaria para Noticias Gráficas y el semanario Argentina Libre.
También fue guionista de cine, género en el que dejó piezas como Una mujer de la calle (1939); Las tres ratas (1946, adaptación de la novela homónima de Alfredo Pareja Diezcanseco); El pendiente (1951); Dios no lo quiera (1957, adaptación de su Un tal Servando Gómez); y Un guapo del 900 (1960).
Eichelbaum fue además director teatral, promotor de conjuntos teatrales independientes y diplomático. En 1967, año de su muerte, su producción dramática totalizaba 33 títulos estrenados, algunos escritos en colaboración.
Desde entonces, su obra fue ampliamente estudiada por la crítica literaria y teatral, pero también por la academia, dado lo fundamental de su aporte a la cultura argentina de la primera mitad del siglo XX.
El drama burgués irrumpe en la escena criollista
La época en la que Eichelbaum se incorporó al mundo del teatro, la corriente que predominaba sobre los escenarios era el criollismo y el sainete, y más adelante “la comedia brillante”.
A contrapelo de su tiempo, el autor abordó conflictos relacionados con distintos aspectos de la soledad humana. Ajeno a los criterios de éxito y taquilla, su dramaturgia se puebla del lenguaje popular, costumbrista, pero atravesada por una profunda introspección, y un realismo de carácter intimista.
Sostiene Ordaz que con Samuel Eichelbaum se incorporó el nombre que faltaba para encabezar la etapa que refleja la madurez alcanzada por la dramaturgia argentina: “Mientras Francisco Defilippis Novoa da los primeros pasos dentro de la dramática costumbrista imperante, hasta descubrir la senda propia que lo lleva a la búsqueda de su teatro de vanguardia, y Armando Discépolo ahonda en las frustraciones y fracasos de los personajes del ciclo inmigratorio y penetra el desasosiego del ‘grotesco criollo’, Eichelbaum parte de la misma meta y debe transitar por la historia, e impone una nueva manera de indagar en los seres hasta desentrañarlos y poner ante el espectador, algo azorado por las audacias, los laberintos psicológicos en los que se pierden y a veces se reencuentran”.
Los personajes eichelbaumianos
Sobre su obra, el ensayista Bernardo Canal Feijóo definió: “en el drama eichelbaumiano sólo acontece en sustancia una cosa. ¡Pero de qué envergadura! Es siempre una historia de seres, que, de pronto, en un momento dado, se descubren, se encuentran a sí mismos”.
Ordaz también cuenta que Mondy Eichelbaum, su hijo, rechazó que el teatro de su padre sea calificado como meramente psicológico e insistió en que es “existencial”, pues “sus personajes tienen todas las dimensiones de la persona, como individuo y como ser social”.
Sus personajes “son seres lastimados, que se atrincheran en su soledad y rara vez logran comunicarse con su prójimo. Los personajes eichelbaumianos hablan mucho, es cierto, a veces con exceso, pero sucede que todos parten de una misma raíz agónica. Son seres razonantes en conflicto, pues siempre tienen algo en su espíritu que los perturba y necesitan manifestarlo, de manera exhaustiva e irrefrenable, para poder seguir viviendo. Aún en sus errores y sus miserias, poseen una integridad humana que apasiona y conmueve”.