Seis chicos de 9 años, pertenecientes a la categoría 2016 del Club Atlético Newell's Old Boys, fueron sancionados tras participar en un partido solidario en Funes y tomarse una foto (vistiendo la casaca de su club), con el jugador Ignacio Malcorra, figura de Rosario Central. La noticia generó gran controversia y reacciones diversas en la comunidad futbolística, porque Juan Álvarez, encargado de Escuela de Fútbol Infantil de Newell’s, aclaró que se vieron obligados dejar a los chicos 45 días fuera de los entrenamientos, para protegerlos, por haber recibido amenazas y una manifestación (los barras) un martes, que también impidió el entrenamiento de los demás chicos. Los padres de los chicos suspendidos también lo entendieron como una protección.

Que haya habido barras bravas manifestándose por esta situación es en sí una señal gravísima del nivel de descomposición cultural que atraviesa partes del fútbol argentino. El fanatismo llevado al extremo puede llegar a situaciones irracionales, como amenazar a niños o impedir entrenamientos.

Que un club deba tomar decisiones disciplinarias por miedo a represalias externas, habla del poder que tienen los violentos dentro de instituciones que deberían proteger a sus chicos y los valores formativos.

Curiosamente, si un jugador profesional se cambia de camiseta o se toma una foto con un colega de otro club, no pasa de ser una anécdota. Pero si lo hacen chicos, se arma un escándalo. Es una muestra del doble discurso de los adultos que dicen promover los “valores del deporte”, pero luego actúan con intolerancia o complicidad con la lógica de barras y rivalidades enfermizas.

Newell’s, como institución formadora, debería ser un espacio educativo antes que competitivo. En vez de sancionar a los chicos, el club debió aprovechar la situación para trabajar el tema con talleres, charlas con familias y acciones de integración. Lo que se pierde es una oportunidad pedagógica por miedo al qué dirán o a la presión de sectores violentos.