Literatura
No es un río de Selva Almada
La lectura del libro invita a una experiencia estética y semi-vivencial, a propios y ajenos, sobre cómo contar historias sucedidas en islas litorales. Las historias de No es un río, ponen en tensión diferentes puntos de vista, con acciones y personajes que son productor del relato de un narrador externo. Un epígrafe de Arnaldo Calveyra lo antecede, y también nos sitúa: «Observa, amigo, el lujo de las casuarinas de la costa./ Ya son agua». Pero, Almada, ¿qué quiere prevenirnos con tales palabras?, ¿qué la realidad de esta isla está atravesada por lo salvaje, qué todo ya está mezclado, o, como si fuera Magritte y su pipa, advertirnos que estamos ante una representación? Las respuestas pueden ser conjeturales. Como decir que encontrar la voz del narrador, hacer confluir los relatos, escribir, cortar, pegar y suprimir algunos elementos formales en los diálogos entre personajes y narrador, esos parecieran ser algunos de los mecanismos utilizados por la autora para construir la trama disruptiva del tiempo en que trascurre la novela.
Para anticipar su contenido, Almada no escogió cualquier poeta, lo puso a Calveyra; eslabón fundamental de una cadena de producción literaria en Argentina que integra siglo XX y siglo XXI, él fue quién dijo: «Mi provincia, Entre Ríos, es casi una isla, una gran isla, entre dos ríos que vienen de muy lejos, del lejano norte, de la selva amazónica. Entre Ríos es mi fuente de inspiración, es un lugar geográficamente privilegiado. Estas tierras fueron el fondo de un mar, no sé en qué época del mar, retirándose, dejo este paisaje, estos ríos extraordinariamente bellos». Pues, allí estamos, dado que el texto continúa en «la misma isla o la de al lado o la de más allá. En el recuerdo la isla es una sola, sin nombre propios ni coordinadas precisas. La isla».
Allí se suceden las historias, en tiempos narrativos diferentes, pasado y presente; en el pasado, la muerte de Eusebio como consecuencia de un ahogamiento, tras ir a pescar con la idea de despejarse con sus amigos Enero y el Negro. En el presente, estos dos llevan a pescar a Tilo, hijo del finado. Estos mayan una raya y la devuelven al agua; hecho que no es bien visto a los ojos de los isleños, César y Aguirre. En ese hecho, nace el conflicto que desenlaza el final.
Presa de sus propias palabras
La autora ha declarado haber quedado presa de sus propias palabras al decir que esta novela forma parte de una trilogía de varones. No obstante, en la narración se interroga «quién sabe qué piensas las mujeres», como dice el personaje César y sobre el personaje de Siomara; César que es amigo de Aguirre, el hermano de ella; no se cuestiona a la inversa, es decir, quién sabe qué piensas los varones; eso pareciera quedar más explícito en los diálogos de los personajes y en los monólogos del narrador.
El estilo del narrador hace lo narrado más creíble, porque el tono y el punto de vista se integra con los de diferentes personajes: «hombres pisando los treinta… Ninguno iba a casarse. Para qué. Se tenían el uno al otro. Y cuando no, Enero tenía a su madre» (p. 37). Por momentos, narrador y personajes llegan a confundirse. De hecho, es Aguirre, un hombre que vive en la isla, quien dice «no es un río» (p. 76), y, de inmediato, el narrador sentencia «cuando ellos mueran no quedara ni un solo Aguirre en la isla, que es como decir en el mundo» (p. 78), como si el creador y los creados fueran pertenecientes al mismo universo.
Por en cuanto, los perfiles de los personajes (varones, sobre todo) son simples, bidimensionales, viven y sobreviven: Enero (policía, estereotipo que ya aparece en otras novelas); El Negro (se encamaba de vez en cuando con Diana Maciel, mujer de Eusebio, el amigo muerto, y madre de Tilo), y Eusebio Ponce (que se ahoga). Tilo (hijo de Eusebio con Diana Maciel; tenía 6 años cuando su padre murió). El curandero Gutiérrez, el más tridimensional de todos, porque además sueña y hace magia; es el padrino de Eusebio. En este pequeño grupo puede entrar Siomara, que es intuitiva, le gusta el fuego, y se vuelve loca luego de que sus hijas mueren en un accidente. Aguirre, un hombre de la costa, es su hermano, y tío Mariela y Lucy, hijas de Siomara. Aguirre es amigo de César y Canelo, padre de El Panda, quién invitó al bailar a las chicas y venía en la camioneta cuando ocurrió el accidente.
¿Cuál es la búsqueda en la búsqueda del narrador?
El narrador pareciera ser un hombre, un cierto tipo de hombre; hay una visión machista, sin duda. ¿Esa es la denuncia social de la trilogía de hombres? No obstante, se puede leer «A Enero le gusta. Le gustan las muchachas atrevidas. Estas son unas gurisitas, qué tendrán, quince, dieciséis. Pero acá en la isla las mujeres se curten antes que en el pueblo».
De todas maneras, así como las casuarinas ya son agua, también en la isla los sucesos se mezclan. «Esa noche en el río siempre fue confusa», dice el narrador, enrareciendo la construcción sintáctica con el «siempre»; es decir, las acciones de aquellos días y noches pueden ocurrir en cualquiera momento o todo el tiempo. El adverbio de tiempo le da un aire de inmortalidad a la historia, de imperecedera, de que será contada y recordada, y que cada lector será partícipe también de la confusión: por qué son así, son fantasmas, algunas preguntas que los lectores se han posado, pero que con una lectura atenta podrán ser develadas. Como ya lo han dicho, por ejemplo, en torno al realismo mágico: lo que parece fantástico se vuelve hiperrealista.
Es producto del narrador la temporalidad de lo que se cuenta. Ya ha utilizado Almada la técnica de la interrupción de la acción en curso para presentar los hechos que, ocurridos en un tiempo anterior, van y vienen, como marejadas del río. Se puede ver en la página 120 como pasa de un grupo caminando en el monte a una escena de un baile. Entonces, el pasado todavía presente, algo intermitente, está en la cabeza del narrador, que, me atrevo a decir, no es Almada: ella es un canal de alguien que le ha contado estas historias.
Entre epistemología y terminología, en narrador confabula con lo mítico y lo místico. Por un lado, ensimisma el habla de los isleños con el de la gauchesca: Jeder fiero en lugar de oler feo; ya güena por es buena, y lo mixtura con localismos que viene del registro oral, como en el caso Le da otro beso a la botella para describir un trago de bebida. Casos que ejemplifican el punto de vista machista de los personajes, pero que el narrador reproduce en el tono, son calientabraguetas y ponzoña en la cajeta. Expresiones conocidas, pero no frecuentes por despectivas y vulgares, hasta agresivas. Por otro lado, con el personaje del curandero, que sueña a Eusebio ahogándose (pp. 52-53), o el Siomara, que tiene una fascinación con el fuego, aparece el misterio representado en la trama. En suma, son aspectos, quizás, un poco folclóricos en una… ¿provincia?
Hay una tensión entre dos puntos de vistas, en apariencia: los que viven en la isla y los que van a pescar para pasar el tiempo, que matan un animal y lo devuelven muerto al agua. Lo salvaje, la animalidad, todo eso donde existió modernidad: la primera escuela laica, el primer colegio nacional, grandes personalidades del país y de la cultura como Martiniano Leguizamón, Alberto Gerchunoff, Juan L. Ortiz y Mastronardi, que rehuyeron también al facilismo que esconde detrás el misticismo, mientras cada quién buscaba en la literatura su color local.
Me pregunto ahora si con No es un río, que viene desde allá, con un pie en el centro y otro en la gran isla, la autora no intentaba encontrar, como Geneviève Asse lo hizo con el azul de Bretaña, su color entrerriano. No obstante, lo cierto es que tanto Calveyra como Almada vienen de esa gran isla con memoria de mar, y que sobre la provincia, parafraseando a Claudia Rosa, de «una u otra manera la literatura argentina sabe» que allí nacieron varios escritores. Ahora bien, la problemática es por qué y cómo esta zona convoca a propios y también a extraños.
Hay muchos que encuentran que las respuestas a la particularidad de la literatura entrerriana está en el espacio exofórico, en su luz insular, en su geografía de la fábula, en la insularidad (relativizada por algunos, acentuada por otros; antes una realidad, ahora un símbolo), o en la tensión nativo-inmigrante que han vivido muchos de sus integrantes. Ellas son constantes de la literatura entrerriana, pero también se debe al lugar que Entre Ríos ocupó en la lucha contra la hegemonía porteña en el siglo XIX, y, un poco más atrás en el tiempo, en el rol de Entre Ríos en el marco de la conformación de las naciones hispanoamericanas. Ese temperamento, se supone, tiene la entrerrianía, y esos rasgos distintivos, en este libro, florecen como una magnolia sobre un gran gajo de patria.