Los semáforos no son cajas bobas (relato humorístico)
No son pocas las pequeñas frustraciones que los mortales padecemos en la rutina cotidiana, que van mellando nuestro propósito de vivir tan felices como lo proponen los vendedores de ilusiones. Se menciona, entre ellas, la imposibilidad de abordar el paquete de galletitas tironeando una inútil cintita roja que está muy lejos de ser un cierre cremallera; pero en el día pueden aparecer muchos otros elementos frustrantes. Por ejemplo la aborrecible luz roja de los semáforos.
En lo personal, padezco un manifiesto hostigamiento en grado de alevosía por parte de estos robots que, aun cuando pueden alegar falta de conciencia, creo decididamente en su capacidad de odiar y particularmente en su vocación por fastidiarme.
Quizás alguna vez pasé en rojo un semáforo haciéndole la característica seña del fuck you con el puño levantado y el dedo mayor en ristre, no lo sé, pero debe existir alguna razón para que me hayan tomado entre ojos (entre sus tres ojos); lo cierto es que hoy su hostilidad para conmigo está documentada, como lo explicaré más adelante.
Mil veces lo he intentado. Vengo a una cuadra de distancia del semáforo y veo luz verde. Acelero a pelar gomas, pero pocos metros antes de llegar al punto me cambia por rojo. Es deliberado, lo juro. Lo sé por las más variadas pruebas realizadas, entre ellas estacionarme a la vuelta de una esquina, a solo cien metros, para salir picando tan pronto como el semáforo cambia de rojo a verde, pero al llegar allí en cuestión de segundos, ¡púm, volvió a rojo!
Otras veces me aproximé muy calmo a un semáforo viéndolo en rojo desde bien lejos, con la seguridad de que el cambio a verde sería inminente, pero eso no sucedió; me parecieron horas bajo el sol odiando ese rostro led inflamado que parecía contener una risa por la comisura derecha bajo su estúpida visera de lata esperando que yo cometiera la esperada infracción.
La única vez que uno de ellos dio luz verde a mi aproximación, un camión con acoplado que me antecedía arrancó para doblar con la lentitud de una serpiente preñada, y en su tardanza me tocó rojo de nuevo. La situación quizás exime de responsabilidad al abominable robot, pero convénzanme de que no se burló de nuevo sabiendo que aquella bestia de seis ejes me frustraría el paso.
No son bobos como se cree. Lo confirman todas las pruebas realizadas cuando me dispuse a filmar para reunir antecedentes de este acoso moral. Ahí están los videos de cuando me disfracé con gorra Gatsby, anteojos oscuros, bigote franchute y rostro tiznado de negro, para recorrer semáforos a bordo de un viejo Jeep prestado. Siempre camuflado me aproximé a un semáforo de avenida, que tarda el doble. Mi teoría de hostigamiento se confirmaba al comprobar que bajo disfraz, desconociéndome, el ojo verde me habilitó al toque, apenas iba llegando, como saludándome en cordial bienvenida. Unos metros más allá me detuvo un control conjunto de policía municipal y gendarmería. Naturalmente la foto de mi carnet para conducir no coincidía con mi aspecto, tampoco el nombre de mi carnet con el del titular del vehículo. Me va a tener que acompañar, me dijo un oficial. Vuelco la mirada hacia el semáforo que había quedado atrás y me pareció verlo en un ligero temblor, tipo convulsiones de risa contenida.
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