La difícil satisfacción de una demanda cuyo origen tiene diversas causas
A la culpa la tienen los nostálgicos. El éxito del álbum del Mundial de Fútbol 2020 es mucho más que una cuestión de marketing o del producto en sí. Y si bien hay muchos niños que, desesperados, buscan dónde comprar el objeto deseado, también está la generación de niños del ’90, ya treintañeros con un recuerdo borroso de la convertibilidad, que gastan grandes sumas en revivir aquellos deseos de un tiempo perdido.
La generación del ’90 es un excelente ejemplo de bárbaros. Viven inmersos en la era digital, pero cuando eran chicos les parecía absurdo que un teléfono sacara fotos. Aprendieron a depender de Internet, pero cuando eran niños iban a hacer la tarea a la biblioteca. En fin, es una generación que juega en los recintos del antes y del ahora, sin terminar de pertenecer a ninguno. Una generación de nómades.
En el antes, tener una imagen que adorar era algo preciado. No se conseguía a la vuelta de la esquina la foto del jugador de fútbol idolatrado, no se podía googlear e imprimir. Muchos álbumes de figuritas tenían éxito: Pokémon, Dragon Ball Z, etc., gracias a esto.
En esa época, los niños dominaban su propio mercado. El orden espontáneo regulaba el precio de cada figura. Las doradas, plateadas, holográficas valían más. ¿Por qué? Sí, porque brillaban y eran más lindas, pero también porque había menos.
Una vez, le pregunté a un amigo: “¿Y si la mayoría de las figuritas fueran doradas y las comunes fueran menos?”. Recuerdo que me contestó que, entonces, todos buscaríamos las comunes. Como él tenía once años y yo diez, me limité a aceptar su sabiduría sin repreguntas.
Un poco así fue la niñez de muchos. Queríamos tener lo que otros no tenían. Buscábamos ser los elegidos. Deseábamos lo que era deseado.
Pero también nuestra subjetividad estaba basada en necesidades objetivas. Me acuerdo que me faltaba una figurita para completar un álbum. Sólo una que no era particularmente difícil de conseguir, pero que a mí no me tocaba. En el mercado, o sea en el recreo, después de mucho buscar conseguí que un chico me la cambiara, pero no me fue barata porque tampoco él la tenía y se resistía al intercambio. Tuve que darle todas mis figuritas repetidas (que eran varias y representaban en dinero una importante suma para esa edad), después de todo ¿para qué las quería si ya iba a llenar el álbum? Para conseguir lo que deseaba me valí de todas las argucias que mi cerebro de diez años podía elaborar. El niño percibió mi desesperación y sospechó de mi oferta: más de 100 figuritas por una común y corriente. Le dije que era la que me faltaba para llenar la página, ya que sospeché que si le decía la verdad (o sea que con esa completaba el álbum) me iba a pedir más (quizá también mi merienda) o por envidia no me la iba a dar. Al final, triunfé. Álbum lleno. Él feliz, yo feliz. Los dos seguros de haber hecho el negocio de nuestras vidas.
Hoy leo las noticias y veo la locura que hay en torno a un cromo de Messi. El álbum de Panini desató un nuevo pandemonio. En realidad, siempre el álbum del mundial tuvo éxito, pero este año es incluso mayor que los anteriores. En las librerías de la ciudad me dijeron que quizá se deba a que es el último mundial de Lio. Yo pienso que hay algo de eso y algo de nostalgia. Y algo de una nueva aura, con la que Walter Benjamin se haría una panzada, en la que la reproducción de la imagen es en sí la obra.