La ciudad de las rejas ¿Todavía?
Por Don Victoriano II
Victoria.– Creo que debemos empezar a revisar si todavía nos cabe ese rótulo de: ‘La Ciudad de las Rejas’; lo mismo el que reza: La Ciudad de las Siete Colinas.
Parecería que basta ponerlo por escrito para que ocurra lo contrario, sino fíjese: nos declararon Capital Provincial del Carnaval. Y para arreglarla decimos: ¡Nos queda el espíritu intacto!
En el caso de las rejas antiguas, pasaron de ‘afanárselas’, literalmente, a dejarlas que se caigan con casa y todo. En los sitios de reventa de chucherías y demás artículos de demoliciones está lleno de ellas, sí, de esas que se remachaban y se hacían al calor de la fragua, con un trabajo artesanal que poco tiene que ver con la soldadura y el caño rectangular. Aquello era ‘fierro’, como bien reza su composición: sulfato ferroso.
No está en discusión que hay bienes protegidos e inventariados, defendidos por las ONG y cuánto vecino con nostalgia las ha visto ser parte de una casa concurrida, con vida plena, donde vivió tal o cual ilustre contribuyente.
Pero la falta de una política que ‘contribuya’ a su protección real (léase exención de impuestos por mejoras, circuito turístico colonial, casco histórico, o como quiera llamársele) hizo que terminen como taperas, en medio del radio céntrico. Más terreno para el dengue y el nunca bien ponderado: Chikungunya.
Eso ocurre frente a nuestras narices, si no, preste atención al sinnúmero de carteles de ‘Se vende’, o el rótulo de las inmobiliarias que le agregan la palabra ‘Oportunidad’ y los m2 que dispone esa construcción imponente, pero que necesita revoque, techo… y ¡guarda con tocar el frente!
En eso sí que somos una máquina de impedir, porque condicionamos al comprador a que la tenga como vivienda. Y ese otro quizás vea sí la oportunidad, pero para hacer una inversión de otro tinte y ahí se arma el contrasentido. Después de varios años empiezo a sospechar que es por miedo al cambio, y nada tiene que ver con la política, o sí, depende.
Así las cosas, la ciudad en vez de preservar ese patrimonio lo pierde sistemáticamente con cada vecino que pasa a ‘mejor vida’, y sus hijos o nietos deciden: poner la casa de el/la ‘abu’ en venta. La repartida de dinero les sirve a todos y hasta que se le consiga un comprador, ahí está la casa de tal o cual ilustre victoriense, que con su esfuerzo supo reunir a la familia en tan lindas ocasiones que se recuerdan con fotos, vasos, cubiertos, y todo lo que sirve venga pa’ las casas.
Esas casas, conforme van despojándose de lo útil para los dolientes, se descubren altas, amplias y con ese olor a encierro que irá ganando humedad al filo de las semanas, y las cuatro llaves a que fue sometida.
Sí, porque nadie la querrá: ‘porque es muy grande’, ‘porque no tiene garaje’, ‘porque se llueve’, porque ‘me recuerda al abuelo y rara vez lo vine a ver’, ‘porque ya tengo’, porque sí. No quieren la casa, ni la reja, ni el problema de tener que enfrentar el proyecto de ponerla en valor.
Sin embargo, y contra todo lo que hemos mencionado hasta ahora, esas casas parecen tener una suerte de alma, parecerse a sus dueños; por esos ventanales gigantes seguramente se asomó ella a saludarlos, o él, y picarona…¡estuviste en ese zaguán y la luz seguramente estaba apagada!; o fueron a cenar para las fiestas y compartieron el brindis familiar en el patio, mientras los chicos correteaban y tiraban ese jarrón, sí, porque siempre hay un jarrón y cae en el momento que nadie le está dedicando un tronco de bolilla.
Don Francischelli no paga este espacio, pero bien podría hablar de la historia de su familia como una de las más dedicadas a la labor de hacer herrajes y demás ornamentos en hierro característicos de un tiempo que tuvo esplendor como nunca antes ni tampoco después.
Hoy, salvo raras excepciones de quienes llegan a la ciudad para invertir y a veces no vivir aquí, las casas antiguas sin un objetivo familiar claro enfrentan su sentencia de muerte. Los que las preservan y también a sus rejas, las reconvierten en oficinas, centros médicos, pubs, supermercados, pero para vivir son contados con los dedos de una mano o dos, seamos generosos. No podemos pensar la ciudad de las rejas sin ese pequeño detalle: las casas y los dueños que las hicieron posibles. Esos balcones, esas aberturas gigantes, ese tiempo de mucho espacio y familias enormes, de trabajo y esperanza en un gran futuro para esa inmigración, que no se guardó nada al momento de intentar poner la ciudad como prioridad e intentar que se pareciera a esa tierra que habían dejado atrás.