“Hay que vivir la vida, estar ocupado, no sentirse más que otra gente”
Crespo.- Rubelinda Gandulfo a sus 88 años es sinónimo del teatro crespense. Con casi tres décadas en las tablas, recorrió la provincia, varios lugares del país y hasta cosechó aplausos en el extranjero. Después que enviudó a los 60 años, volvió a comenzar enganchándose en la movida teatral de nuestra ciudad.
– ¿Dónde nació y cómo pasó su infancia?
— Nací en El Brete, cerca de Paraná, el 28 de marzo de 1928. A dos cuadras y media de la que ahora es la ruta al Túnel Subfluvial, en esa época era todo campo. No sé cómo logramos sobrevivir, éramos nueve hermanos y muy pobres. Mamá y papá tenían tres cuadras de terreno. Soy de las más chicas, vive también un hermano de 90 años. Todos llegamos a 80 años para arriba. Yo siempre les digo a los nietos ‘cuando la nona se muera no tienen que llorar, tienen que pensar qué bien vivió la nona; se dio todos los gustos’. Estamos en este mundo por un tiempito, ahora me doy cuenta. Antes creía que tenía todo el tiempo, pero ahora veo que ya aterrizo (sonríe).
– Dicen que la vida es como el fútbol, uno sabe que va a perder el partido pero trata de jugarlo hasta los penales.
— Sí. Me gusta el fútbol, soy de Boca. Mi nieta y mi yerno, también. Van siempre a la cancha. Pero no me gusta la gente que es muy fanática, no sirve. Yo miro los argentinos y me gusta que ganen. No me alegré tanto cuando River descendió, vi gente sufriendo y no me gustó. Me daba pena, también.
– ¿Sus padres eran campesinos?
— Sí, tenían huerta, vacas lecheras, nosotros comíamos de eso, choclos, zapallos, papas, cebollas. Todo lo que se cosechaba en la casa.
– Ud. pasó la crisis del treinta siendo muy chica.
— Claro. Papá perdió ese campo, después empezó de nuevo. Con nosotros todos pobres, y empezaron de nuevo. No sé cómo pudieron sobrevivir. No eran de contarnos. Nosotros, los hijos, de grandes a veces nos juntábamos con mis hermanos y nos preguntábamos ‘cómo pudieron sobrevivir’. Una tía les dio un campito, se hicieron un ranchito en el medio del maizal; mi hermana que era chica tiraba los ladrillos a unos vecinos, que nos hicieron una pieza y una cocina. Once vivíamos amontonados. Pero éramos felices.
– ¿Dónde fue a la escuela?
— Llegué hasta cuarto grado, la escuela estaba cerquita de casa. Empecé las clases y como necesitaban hacer número para tener abierta la escuela, yo estaba inscripta con siete años. Durante varios años tuve siete años (sonríe). Sí no, se cerraba la escuela.
– Llegó hasta cuarto grado, ¿y después qué pasó?
— Hice dos años cuarto grado, pero ya el segundo… y el tercero casi nada fui a la escuela. Después me fui a trabajar con una tía a Sauce Pintos, tenía que cuidar los terneros y andar por ahí. Un día, cuando tenía diez años, variaba un caballo de carreras, una tostada, era mansa, era del hipódromo y la llevaban a las carreras cuadreras. Estaba en un campo grande, yo quería saber cómo corría. Todavía tiemblo cuando lo pienso, porque corría tan fuerte que me asusté y quería tirarme del estribo. Aflojé la rienda y le apretaba con los pies, no me daba cuenta y no podía parar. Al final la pude frenar. Era a las doce y ese día no dormí siesta ni a la noche.
– ¿Luego se fue a trabajar a otra parte?
— Después volví a casa, mi papá no quería que las hijas más grandes fueran a trabajar afuera. Siempre burreando como hombres. Juntar maíz ajeno, trigo, lino, alfalfa, que era pesada. Lo que más me acuerdo eran los dolores al costado de la cintura acarreando la cosecha. Pero nunca nos faltó comida.
Matrimonio y familia
– ¿Cómo aparece Gandulfo en su vida?
— Íbamos a los bailes a cada rato, cada tres o cuatro meses. Él era correntino, estaba en Paraná y en los bailes en San Benito nos conocimos. Él era de Goya, pero ya estaba trabajando en Paraná. Cuando nos casamos pusimos un bar en las Cinco Esquinas, donde está la policía. Ahí viví durante siete años; pero antes una hermana nos dio una piecita. Yo trabajaba de noche y cocinaba en el bar. Dormía arriba de la mesa y el mozo me golpeaba la espalda para despertarme y me decía ‘¡costeleta completa con papas fritas!’ Y debía preparar la comida para los clientes. Así vivía. Después, tuve las tres hijas en Paraná.
– ¿En Paraná nacieron las tres?
— Sí, la menor, Mónica había cumplido el año en mayo y en diciembre nos vinimos, antes que cumpliera los dos años.
– ¿Por qué se vinieron a Crespo?
— En Cinco Esquinas bajaban camiones con piedra y broza, yendo hacia la Fábrica de Portland, metían mucho humo y teníamos toda la casa con humareda. Siempre tenía enfermas a las nenas. El médico que las atendía nos dijo que nos fuéramos de allí. Mi marido quería ir por las aldeas, cerca. Yo no quería aldeas ni lugares donde no hubiera escuela; porque a mí no me dejaron estudiar y siempre lo lamentaba. Pero eso mismo me llevó a pensar siempre en hacer estudiar a mis hijas.
– ¿Cuando vinieron a Crespo llegaron directo a esta casa?
— Un hombre fue al bar a comer y nos habló de Crespo. Yo ya sabía que estaba el Colegio, y Marita estudiaba pintura; Gloria hacía declamación. Trataba que lo que estaban estudiando en Paraná lo tuvieran acá. Pero cuando llegamos, me agarró una depresión muy grande; nadie me entendía, los médicos de acá nada.
– ¿Por qué estaba deprimida?
— Por sentirme sola. En Paraná mi hermano que iba al mercado, paraba en mi casa. Una hermana me llevaba las nenas. Estaban cerca mi mamá y papá. Me sentí muy sola al principio en Crespo, pero no me había dado cuenta. Estaba muy flaca, me fui al médico en Paraná. Y me preguntó cómo me iba en Crespo. ‘Para la m…’ le dije con toda la bronca. Entonces, me sentó en el escritorio y me empezó a hablar. Y vine a casa y le empecé a hacer caso.
– ¿Qué le dijo el médico?
— Que me tenía que quedar, que era por la salud de las hijas, que mi marido estaba para progresar. Y encima yo no sabía nada de alemán, que hablaba acá toda la gente.
– Esa barrera se notaba.
— Pero yo los respetaba, los quería a los rusos. Eran limpios, y la educación… En Paraná, tenía una maestra que les enseñaba a las nenas. Cuando las vio de nuevo, me preguntó qué les hice, porque las veía malcriadas. Eso me mató también. Porque habían cambiado tanto. Acá era otro tratar de la gente, yo las tenía de una manera y acá estaban mal.
Estudiar
– ¿Pero siguieron estudiando?
— Estudiaron siempre y estaban de abanderadas. Pero no por lo que yo podía enseñarles, si no entendía nada. A lo mejor valió desde un principio lo que les inculqué. Las mandé a inglés, Mónica estudió alemán. Y pagaba para eso, guardaba las monedas para que hicieran cursos.
– ¿Le echaron en cara que fuera exigente con esos temas?
— No. Recién estuve viendo una carta de Mónica, diciéndome cómo pude sobrevivir a la muerte de mi marido. Son muy agradecidas.
– ¿Cuando vinieron a Crespo, compraron la casa?
— La compramos en mil pesos. Mi papá le prestó plata a mi marido, sin papeles y sin nada. Mi marido ponía un poco aparte para devolverle el préstamo. Lo primero que se hizo fue devolver esa plata.
– ¿No había asfalto todavía en la cuadra?
— No, había una cuadrita rota asfaltada a la vuelta, en San Martín.
– ¿Era muy esclavizador el bar?
— Sí, pero era la alegría de seguir adelante. Yo veía que las chicas estudiaban, ese era mi aliento. Viajaban a dedo a Paraná, trabajaron todas.
– Su marido fue conocido por su voz muy grave, ronca.
— Mi marido era muy fumador, y tomaba, aunque no para emborracharse. Pero era el cigarrillo su problema. Al poco tiempo de casados fue a Rosario a hacerse un estudio. Había dejado de fumar un tiempo. Pero después volvió a fumar. Ocho años estuvo enfermo, le habían hecho operaciones. Murió en 1988, hace 29 años.
– ¿A su muerte, Ud. dejó el bar?
— Lo fui dejando, traté de vender las cosas que tenía. Me quedé sin nada, no tenía pensión o jubilación. Había un poco de mercaderías. Las hijas estaban en Paraná, salvo Mónica que ya estaba dando clases en Crespo.
– ¿Tuvo problemas económicos cuando murió su marido?
— No pasé hambre ni nada parecido. Pero se me atrasaban algunas cosas que debía pagar: impuestos, el banco. Había que pagar y hubo un tiempo que no había plata. Salimos adelante con los alquileres de los locales. Yo tuve la suerte que mi marido, cuando ya no podía hablar por las operaciones (en cuerdas vocales), me escribía una nota. Me dolía tanto la situación que varias cartas las rompí y le decía ‘ya estás haciendo el testamento’. Me dolía tanto y era tan pava; no me daba cuenta que me pasaba eso. Un día él me pidió que llame al abogado para hacer el traspaso de bienes en vida. La casa quedaba a nombre de las hijas con usufructo a mi favor, ‘porque yo había trabajado tanto a su lado’, me escribió. Una carta hermosa, pero la rompí de dolor. Pero un día fui a buscar una abogada e hicimos la sucesión en vida. Y me aconsejaba mi marido por ‘si te toca un yerno desgraciado’, que hace pelear la familia. Y mis yernos son uno mejor que el otro.
Comienzos en teatro
– Después llegó el teatro.
— Empecé dos años después que quedé viuda. Llevo 27 años de teatro, empecé por el noventa. ¿Sabés por qué fui? Porque Mónica quería ir, con otros conocidos, como Mirna Márquez, Nenino Lía, Dejean, Lili. En ese grupo yo era la vieja. Alguien le dijo un día a un nieto mío ‘tu abuela nos tenía zumbando, siempre hinchando afuera con el pucho’. Hacía poco que había muerto mi marido y los retaba a todos por fumar, cuando comencé teatro.
– ¿Por dónde anduvo representando obras de teatro?
— En Entre Ríos, por todos lados: Villaguay, Maciá, Hasenkamp, íbamos a Colón. ¡Qué lindo dormir en carpa! (sonríe)
– ¿Salió fuera de la provincia?
— Sí, estuve en Santa Fe, Córdoba, muchas veces. El viaje más lindo lo hice a Chile. Me fui sola al sur de Santiago, creo que la ciudad se llamaba Chillán. Tenía 79 años, y viajé sola. Fui al Océano Pacífico a mojarme los pies. Hice la “Historia del Pedro, el Luis y la Isolina”, la obra que más me gustó, es un monólogo. La representé en un teatro de mil personas. Me pusieron varios micrófonos en los ensayos. Fue el director del teatro a escucharme. Y ordenó ‘saquen los micrófonos que esta señora tiene un vozarrón’. Era una muestra internacional, estuve con artistas de España, de Italia, de Colombia, Brasil. Fui sola porque a Rubén Clavenzani se le enfermó grave la mamá y no pudo acompañarme con su esposa. Ellos dos llegaron dos o tres días después. Iba con otro grupo de Santa Fe. Seis horas viajamos en colectivo desde Santiago.
– ¿El público siempre la recibió bien?
— Sí. En Chile era una locura. Venía gente a saludarme, se sacaban fotos. Fue una de aplausos, yo salía y todos venían a saludarme y felicitarme. Una mujer tan grande en edad, que había hecho semejante obra. Cuarenta minutos dura la obra, sola yo sobre el escenario. Cuando terminaba la obra era una de aplausos, pero yo sufría mucho. Hice el papel de que sufría mucho, y que estaba muy contenta, y que me pasaba de todo en la vida. Esa obra la di en beneficio para personas que necesitaban dinero por enfermedades. Me prohibieron después hacer un monólogo sobre Ana Frank (niña judía desaparecida en los campos de concentración nazis, durante la Segunda Guerra Mundial, N. de R.). La doctora me dijo ‘esto Rube, no te conviene’ Por lo emotivo del monólogo. Cuando la ven, todos sacan los pañuelos, hombres y mujeres. Los hago llorar a todos.
Técnicas teatrales
– ¿Aprendió alguna técnica teatral específica?
— A los talleres iba siempre, ahora no puedo ir más. Ya no tengo los movimientos. Ahora tengo unos problemas en el oído y el cerebro, como que las cosas se mueven. Tuve que ir a la clínica una noche. Pero no me encuentran nada. Sobre los talleres, hacía vocalización. A los actores les digo ‘arriba del escenario, uno no es uno; al subirte ya estás en el personaje, y se mete tanto en uno’. Al que le gusta el teatro, es así.
– O sea que a los sesenta años descubrió su interés por el teatro.
— Sí. Empezamos juntas con Mónica, ahí me empezó a gustar y seguí.
– ¿Antes nada? ¿No estaba interesada ni en la televisión?
— No. Tuvimos siempre televisor, pero no teníamos tiempo para mirar. Y a las chicas, cuando recién teníamos televisor no las dejaba ver mucho.
– ¿Qué le atrae del teatro?
— El compañerismo, estar arriba del escenario y hacer cosas. Me gusta el drama y también la risa. Si hay que hacer reír a la gente, lo hago. Y el drama también, las dos cosas hago, no me cuesta. Y no tuve muchos profesores, Rubén Clavenzani, y también César Román fue muy bueno. A mí siempre me tenían igual que a los otros; me gusta que nos traten igual a todos los actores. Hice muchas reuniones con los teatreros, para las fiestas o mi cumpleaños. Una vez vinieron todos. Hay mucha gente que hace teatro en Crespo.
El secreto de la vejez
– ¿Qué hizo para llegar a los 88, lúcida y trabajadora?
— Yo hice gimnasia, fui a yoga. Empecé después que fui viuda. Antes, nada; trabajaba todo el día, andaba con sueño. ¿Cómo es, no? Ahora que tengo tiempo para dormir, duermo cuatro horas, nada más. A veces durante la mañana me iba a dormir media hora, le decía a mi marido que no podía más, si estaba haciendo la comida. Le decía ‘media hora y después me llamás’. Ahora le digo a la gente ‘ahora que tengo tiempo no duermo nada, y antes tanto sufrí el sueño’.
– ¿Hay un secreto de vida?
— Me levanto temprano a la mañana. Salir al Campo Yapeyú es tan lindo para mi mente y mi cuerpo. Hay mucha gente quieta, yo cuando me levanto voy a dar una vuelta por el Yapeyú, de ahí vuelvo como nueva. De noche, cuando me acuesto trato de pensar siempre en cosas lindas, los nietos, todo lindo. Como soy creyente, le pido a Dios que me aparte de la mente lo feo. Eso también ayuda a vivir mejor y vivir más. Hay que aceptar las cosas, vivir la vida, estar ocupado, no sentirse más que otra gente. Es algo que a mí me ayuda mucho.
– ¿Cómo maneja las noticas feas de la televisión, por ejemplo?
— Me da lástima, pero en el momento. Sé sacarlas de la cabeza. Me gustaría ir más a menudo visitar gente mayor en los geriátricos. Trato de hacerlo, me cuesta, no vuelvo contenta. Lo que puedo trato de aconsejar y ayudar, o visitarla. Hace poco, visité una mujer que estaba enojada conmigo, pero le gustó la visita y eso me reconfortó. Antes me gustaban más las reuniones con un montón de gente, pero ahora no me gusta demasiado ruido, porque ya no estoy para eso.
– ¿Se junta mucho con sus nietos?
— Sí, seguido. El hijo mayor de Marita fue a trabajar a Angola, en África, cuando se recibió de ingeniero, estuvo dos años. Se vino de allá y se fue al sur, trabajaba en las petroleras. Ahora está en Buenos Aires; pero sueña con volver acá con los amigos y enseñar canotaje en Club Estudiantes. Es el más familiero de todos los nietos.
Quién es
Rubelinda Zamero de Gandulfo tiene 88 años, nació en el Barrio El Brete de Paraná, el 28 de marzo de 1928, a dos cuadras y media de la ruta al Túnel Subfluvial; cuando todavía era campo. Su padre se llamaba Primo Umberto Zamero y su madre María Borghese, ambos argentinos hijos de italianos emigrados a la Argentina. Su marido era Acasio Gandulfo, fallecido en 1988. Tiene tres hijas, María Itatí (Marita), ingeniera y docente de la UTN – Paraná, con cuatro hijos; Gloria Beatriz, maestra jardinera, con dos hijos, bailarina de tangos con su marido. Mónica, docente, con cuatro hijos. Y además, un bisnieto, hijo de una hija de María.
Homenaje de Rubén Clavenzani
El texto completo Rubelinda Gandulfo lo tiene enmarcado y encuadrado.
“(Venía) gente experimentada de todas las edades, personas que se iniciaban. Y entre ellas, una mujer seria, de anteojos, robusta y de mirada noble, que se presentó diciéndome que iba a participar de los talleres que se iniciaban ese miércoles de agosto, y que además iba a intervenir en diversas actividades artísticas que se ofrecían para la tercera edad. Me dije ‘¿se integrará con el resto?’ Y no solo se integró sino que fue y sigue siendo una referente del teatro de Crespo.
Su capacidad de trabajo y atención le dieron el perfil de actriz necesaria que todo grupo y elenco de teatro desea tener. Su espíritu caritativo y generoso, y no menos enérgico, aglutina, contagia y reúne. Vaya, condiciones de privilegiada, las de Rubelinda. Te supiste ganar tu lugar en cada proyecto que formaste parte. Serena y severa, con una disciplina envidiable, lograste y seguís logrando personajes que quedarán en la memoria eterna de nuestro teatro. ‘Qué suerte que le pagan por conversar de la Nona’, que hizo estallar de risa en tantos lugares, hasta esa mujer desolada y pícara que decía ‘no, señor policía, yo no tengo ningún cuchillo’. Y las infinidades de ocurrencias que te dieron lugar de preponderancia en uno de tus actuales grupos teatrales, LaCoTei, donde te seguís luciendo con tus acertadas e ingeniosas improvisaciones (…)”
Obras
– ¿Se acuerda qué obras de teatro representó?
— Fueron muchas. Si hago memoria… “La historia del Pedro, el Luis y la Isolina”, “Mi amiga Ana Frank y yo”, las que más me impresionaron, más me gustaron. Era linda esta otra que me acuerdo “Tácticas defensivas de una señora vieja, sola y tullida”; era un monólogo.
Otra, que gustó mucho fue “Ángela y Celita”. Pero no quisiera olvidarme de ninguna obra, no quiero dejar ninguna afuera. Todas las representé en Crespo. Me las estudiaba de memoria, ahora me cuesta un poco más. Si me olvidaba, improvisaba. Vos nunca te vas a dar cuenta que yo me olvidé y volví después. Eso se lo enseño a los chicos. Les digo ‘no se hagan problemas cuando se olvidan, sigan, sigan. Nadie se da cuenta, los sentados nunca se dan cuenta’. Eso lo mentalicé tan bien. Se enganchar enseguida y seguir.