Extraído del diccionario victoriense antiguo
Por Nicolás Rochi (Paralelo 32).- El lenguaje es una convención, un acuerdo al que no pocos definen de hegemónico ya que contribuye a perpetuar ciertos símbolos y a dejar de lado otros que ayudan a nombrar ‘la cosa’.
No nos vamos a poner aquí semiológicos ni mucho menos, porque ayer fui a la ferretería y pedí la cosa que va en el cosito de la hornalla ¿y saben qué? hay lugares donde la gente entiende lo que hace a la cosa, lo irreproducible, y ahí ya se me llenó el ‘cucu’ de pasto, diría un amigo que usa esa frase para decir: no entiendo nada.
Así que acá estamos, en camisa de once varas, tratando de llegar a puerto pero sin tocar el agua. Hablamos de arribar a destino y vamos en bici. El tema es complicado y cuando más lo pensamos, basta con poner en el celular: ¡A bué…!, o un meme, pero ya hemos hablado de eso. La imagen atraviesa todo, y algunos estudios recientes sobre cantidad de palabras que utilizamos para comunicarnos, advierten que son menos que en el siglo pasado. ¿Vendrá por ese lado la grieta? mejor tampoco nos metamos en política.
Pero casi como una reivindicación de las palabras que se van olvidando, creemos que puede ayudarnos el reflexionar sobre esas definiciones muy locales, casi victorienses, que empiezan a ceder por la presión de la expansión de nuestras fronteras, o las ligazones con otros pagos más urbanizados y cosmopolitas, donde por ejemplo no entenderían muy claramente inflexiones como: ‘¡pero poco también!’, para decir mucho o viceversa para referir a menor cantidad ¡Pero mucho también!’. Somos gente complicada, insisto.
Ni por asomo nos vamos a meter con el lenguaje inclusivo, que está en otro plano de análisis al que intentamos ‘poner en tensión’ —esto es bien académico, mejor digamos: que nos preocupa cuando vamos a un lugar y decimos: voy a pedir ‘un carlito’ y el mozo dice, “perdón: quiere un Albert el señor”. Carlitos, Alberto, acá en ‘Lo Rizzi’ o Chamaco, es Carlito’ (sin ese).
Todos entienden que es un tostado. Pero bueno, ya se me fue el hambre, aunque me ‘chillan las tripas’.
Más bien, la pérdida de determinados aforismos nos enfrenta al olvido de lo que podría ensayarse como una pseudo identidad. No vamos al mal hablado que en vez de cobija dice ‘cubija’, o ‘gómito’ en vez de vómito, o ‘almóndiga’ en vez de albóndiga. Acá hay una deliberada intención de cambiarle el nombre a las cosas, gente complicada vuelvo a reiterar.
Bastó que saliera el Juego del Calamar, para que más de uno dijera, ‘eso no se llama así’. Y es que algunos de esos juegos eran de nuestra infancia también, pero se llamaban como se le antojaba a la ‘seño’, o el dueño del ‘fulbo’, que siempre quedaba en ‘orsai’ (el término es offside, pero incluso hoy existe una revista cultural con ese nombre, y es de literatura; ya está, todo vale loco.)
Estos burdos ejemplos, nos pueden ayudar a pensar en cómo intentamos construir nuestro conocimiento del mundo sobre la base de lo que decimos, la palabra. Pero también cómo se impone a lo nuestro algo que no es una convención, justamente si hablamos de tradición y nos doblamos a sapucai con un chamamé y hacemos un pasito cruzando la gamba con un tangazo, tal vez será condición de que exista, el seguir considerándola, cantándola, bailándola, nombrándola. Ahí tal vez esté la explicación por la cual cada vez menos chicos —y no tan chicos/as—saben los himnos.
Hace varios años ya, mientras cultivaba una amistad, que más de una vez se sintió tentada a convertirse en libro, Oscar Lami me esperaba en el museo los lunes para charlar sobre algún hecho histórico local.
Fue así que un día, entre mate y mate cebado con pava, hecho que obligaba cada tanto a darle un ‘golpecito de fuego’ para que no se transformara en tereré, me mostró una guía con las calles del 1900: “fíjate los apellidos”, me anticipó. Y casi como extrañado empecé a ver que muchos de los que allí figuraban no solamente eran ajenos a mi conocimiento, sino que ya no tenían descendientes que pudieran acreditar esa ‘huella patriarcal’, se diría hoy.
Ya fuera porque sus matrimonios tuvieron hijas mujeres y al casarse adoptaron el del esposo; se fueron a otra parte o simplemente no continuaron su descendencia, la ausencia del presente se emparentaba al olvido, o quizás peor aún, a la no referencia.
Pensar que una calle era también una parte de sentido aportado por quienes vivían allí, hoy es casi ‘hablar al pedo’, le pegó el viejazo dirán los pibes, pero alguna reminiscencia queda.
“Acá vivió Salaberry”—señala Marta— y al levantar la mirada se demarca la silueta de un gran edificio. No le digamos a nuestra abuela que si voltearon la Casa de la Confederación, los descendientes poca expectativa habrán tenido de que siga en pie su construcción.
Esas referencias precisamente, daban como cierta tranquilidad emocional, saber que esa calle también cobraba sentido por el vecino que la habitaba.
Ustedes dirán, ¿qué tiene esto de relación con las palabras que pierden vigencia? Bueno, pienso que una muy importante.
Dicen que Borges, y tal vez su entrañable amigo Bioy Casares, eran de los pocos que hablaban tal como escribían, el resto de los mortales por estos lares, nos vemos obligados a tener que adaptar lo escrito porque de otro modo…bueno, salen estas cosas.
Aquí sin embargo, la oralidad juega un papel fuerte, casi intraducible a lo escrito, no sin antes aclarar que es un aporte al lunfardo: “¿Se ‘agüenó’, o todavía anda ‘alunau’?, no se sabe, lo cierto es que Julián no ‘aportó’ más por la cuadra.
Aguanten que voy a calentar más agua para ensillar ‘unos verdes’, y ya les sigo el cuento.
Vamo’ y vamo’
No se trata de sumar palabras a la jerga del Río de la Plata, ya tenemos nuestro: Afanar, biaba, chabón, changa, chamuyar, facha, groso, guita, laburo, matina, morfar, pibe, quía, etc. Aquí nos enfrentamos a definiciones tan nuestras como ‘Lo victoriense’; ‘Loque esperabas’, para hablar de nuevas formas de comunicar, y que un gran número de personas acepta y avala. ¿Por qué? porque es parte del ser local. Estoy empezando a pensar que nos define algo más que la palabra, y tiendo a creer que tiene algo de cierto eso del doble sentido, del juego que proponemos todo el tiempo para sentirnos parte de algo, ¡Acá se dice así! Quién dice Softball, con usar ‘sófol’ ya está, todos entienden.
Carpir es cortar el césped, y pasto es yuyo, y más de uno piensa que la bordeadora es para cortar un lote de 40 metros y por eso se le recalienta y se le funde. No se enoje Don Julián, vio que hablamos de todo sin hablar de nada, yo tengo esperanza. Ahora en mi pueblo se están poniendo de moda los museos, y a mí que me encanta conservar cosas, creo que tal vez sea parte de esa resistencia a perdernos en lo no propio. ¡Chau pinela!