El amor en tiempos de polenta (cuento)
Por Denis Coronel (*)
Lo primero que se me venía a la cabeza al pensar en ella y yo como un “Nosotros”, eran los comentarios. Tipo “¿Qué hace ese negro con ella?” “¿Qué le vio a ese muerto de hambre?” y muchos otros más. O que la cargaran a ella con que al ser rubia de ojos claros, era bastante normal que le atraiga lo opuesto, o sea un negro de ojos negros. Pero eso sería en el caso de que hubiera un Nosotros, por supuesto. Por el momento sólo nos veíamos por ahí, en bajo perfil, sin llamar la atención. Y pasaron ya dos meses desde que nos veíamos pero el lugar de encuentro hasta entonces nunca fue mi hogar. Por tratar de evitarlo, no le hablaba mucho de esa parte de mi vida. Pero ella expresaba sus dudas:
—Ey, si es porque no querés presentarme a tus padres, no hay drama. Yo entiendo. Pero no seas pelotudo, decime el por qué. De última, podemos ir cuando no estén.
—No es por eso. Yo vivo solo —le dije.
— ¿Y entonces?
¿Pero cómo le iba a decir? La vez que la acompañé a su casa, la ventana del primer piso era más grande que cualquiera de las paredes de mi departamento. Y la Amarok negra gigante que estaba estacionada en la entrada valía más que lo que yo podría ganar toda una vida trabajando en el chino. Encima, ni hablar de cómo siempre iba vestida. Usaba ropa que parecía cara, a medida, y lo todo lo que traía puesto estaba constantemente limpio y reluciente, como si fuera nuevo. Incluso en los días de lluvia, lo que me sorprendía demasiado. Mis remeras en cambio tenían las mangas arrancadas porque las había transformado en musculosas por el calor. Y tenían alguna que otra mancha que me era imposible sacar. Lo que gastaba en ropa era lo indispensable, alguna que otra camisa una vez cada tanto para salir y estar medianamente decente. Pero lo que me quedaba después de las cuentas, se me iba en libros, en viajes y en mis ahorros para poder invertir en mis sueños y salir de esta pobreza.
—No sé, che, es que me da vergüenza que veas el nido en el que vivo.
Ella largó una carcajada.
—Pero no seas estúpido, negro… Mirá la porquería de cigarrillos que fumas. ¿Y el vino que compras? Como si fuera noticia saber que no tenés donde caerte muerto.
—Sos muy cruel cuando querés vos, eh.
—Te estoy diciendo que te quiero así, croto y todo. Negro viejo.
—Vamos entonces, si tanto decís.
Por suerte ese día había lavado los platos. Casi nunca lavaba los platos enseguida, siempre estaban en la pileta por un par de días hasta que se me daba por cocinar. Pero me incomodaba que viera que dormía en un colchón recostado sobre cartones, por la humedad. ¿Y los libros? Todos ahí, por el suelo, uno acá, otro allá, abiertos por la mitad, ya que tampoco tenía un mueble para ponerlos. Lo único que tenía era una mesa de jardín bastante vieja donde estaba la computadora. Alrededor de ella, un cenicero rebalsado de colillas, una taza sucia y más libros.
Cuando llegó, limpiándose las zapatillas en la remera que tenía de alfombra (ese día fue todo lluvia) dijo:
—Me gusta tu estilo despreocupado, sin lujos. Ah, re que es pobreza –y se rió de su propio chiste.
Pero me sorprendió cuando se dejó caer en el colchón, se estiró y me miró con los ojos entrecerrados, mientras dibujaba en su boca una sonrisa traviesa.
—Vení.
Fue una hermosa y enérgica tarde, de verdad. Creo que la atmósfera decadente y vulgar de mi departamento la convirtió en toda una degenerada sin vergüenza. Se lo dije con amor, riéndome y ella me pegó una cachetada que terminó en caricia.
—Está bueno ser un poco así. Vos te vas a la mierda, viste, pero está bueno en parte…
Lo que ella no sabía es que a mí no me gustaba ser así, vivía así porque era lo que por el momento me alcanzaba. Y prefería disfrutar los lujos cuando los sacrificios dieran sus frutos. Mientras pensaba en eso, su cabeza fue hundiéndose entre mi brazo y mi torso. Terminamos dormitando un poco, los dos, encima del colchón, alrededor de los libros y de la humedad, hasta que empezó a llover con fuerzas. Las chapas estrepitaban y por ahí se escuchaba un rayo.
—Me encanta cómo hacen las chapas cuando llueve. En mi casa no se escucha porque el techo es de material.
—Lujos que tenemos los pobres.
La besé y ahora me había olvidado de los libros y la humedad, éramos ella y yo, suspirando entre los truenos y el sonido de las gotas estrellándose contra mi techo de chapa. Yo la miraba a los ojos, tan de cerca que me quedaba impactado por su claridad como si estuviera frente a dos piedras preciosas
—Hacete los mates —me dijo al rato.
—Bueno, pero con yerba lavada. La meto al horno para que se seque y la vuelvo usar. No te preocupés, es buena yerba, hasta la quinto uso tiene gusto todavía.
Me miró como si le hubiera contado una tragedia.
— ¡Es joda, boba!
—Sos un idiota —contestó, entre risas.
Una hora más tarde ya era completamente de noche. Me levanté de la cama y abrí la heladera para ver que tenía. Una caja de leche, una zanahoria, tres chorizos y una caja de puré de tomate.
—Che —le dije— ¿te gusta la polenta, por las dudas? Estás de suerte hoy, tengo queso para rallar.
(*) Escritor. Crespo ER. (En Instagram: denis_coronel_escritura_indie