Lo mató como a un perro
Tenía un perro que se llamaba Bobby. Y digo tenía no para indicar posesión, como quien tiene una lapicera, sino porque yo lo tenía a él y él me tenía a mí.
Su nombre era poco original, lo reconozco, pero Bobby era genial. Lo trajo mi abuelo en una caja de cartón. Pesaba novecientos gramos y lamía las paredes buscando el calcio que le faltaba. Además, ese cachorro mestizo, momentáneamente sin nombre, estaba lleno de garrapatas. Un día mi mamá le arrancó una de la frente y al perro le quedó para siempre una especie de peinado punk. Ya les dije que Bobby era genial.
Cuando nos pudo perdonar por arrancarle las garrapatas, Bobby nos quiso a su manera. Su manera era una manera muy perruna. Me refiero a que su manera era la de alguien que, cuando llovía, quería salir al patio a ladrar a los truenos. En las navidades saltaba hasta el cielo con toda la intención de morder el destello estruendoso de los fuegos artificiales que arrojaban los vecinos. Ningún ser vivo se puede elevar tanto como una cañita voladora, Bobby lo sabía, pero eso no le impedía seguir saltando para morder el aire.
De repente, pasó eso que nunca pasa de repente: el tiempo. Dicho de otra forma, de un momento a otro noté que Bobby ya estaba encanecido, enjuto, viejo. Bobby perdió fuerzas, ya no podía saltar hasta las estrellas.
El veterinario dijo que Bobby tenía un tumor en el cerebro, por eso ya no podía ni caminar. Nos ofreció “dormirlo”. Siempre estuve en contra de los eufemismos, así que, antes de matarlo, lo pensé. Esa noche Bobby no pudo dormir, emitía sonidos guturales con las pocas fuerzas que le quedaban y si intentaba desplazarse, se chocaba las paredes. No sentí lástima por él, sentí piedad. No podía sentir lástima por Bobby, no era justo para él.
Al día siguiente decidimos con mi familia que el veterinario lo matara, era lo más “humano”. Por mi parte, no sé si fue la decisión más humana o más perruna, sólo quería que ya no sintiera dolor. El veterinario nos dijo que era irreversible y que no nos hubiera ofrecido eso si no estuviera convencido de que a Bobby sólo le deparaba tormento.
Como Dios a veces se equivoca y permite sufrir a seres inocentes, decidí que Bobby no tenía por qué purgar las penas de la humanidad con su dolor. Fue un día de silencio.
A varios días de su muerte, recordé un poema de Borges, El Golem: “Sí (como el griego afirma en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”. Pero no, Bobby no tenía nada de Bobby; primero, no era ningún boludo; segundo, no jugaba la Defensa Grünfeld, como Bobby Fischer.
Además, Bobby se manejaba con roncos ladridos y se limitaba a señalar con el hocico aquello que quería. Estaba claro, entonces, que Bobby no era una «cosa», era un ser con sus propios rasgos que accidentalmente (como todos los nombres) se llamaba Bobby.
Hoy me enteré que mataron a un perro de un tiro. Por un momento sentí que habían matado a Bobby. En vez de un tumor, ahora una bala atravesaba su cabeza. El que lo mató se defendió diciendo que el perro había atacado a su hijo. Algunas personas lo desmienten. Yo tampoco le creo. Mejor dicho, no creo que haya sido necesario matar al perro para salvar la vida de su hijo. Falso dilema.
Hoy mataron a Bobby en una ciudad en la que no tenemos que acostumbrarnos a que esto pase. No puedo evitar la comparación. Siento que el estrépito del arma fue el trueno que Bobby perseguía. Siento que la bala fue el tumor que acabó con su vida.
“Acá en la comisaría. ..un perro callejero en la playa atacó mordió y lastimó a mi hijo como iso (sic) con otros niños….fui obligado a disparar mi arma y a defender nuestra vida…”, publicó el hombre en su Facebook. También, adjuntó una foto de su hijo levantando el pulgar, sin cara de haber sido atacado, mordido y lastimado. Sin cara de haber estado a punto de morir.
Me parece exagerada y vil la reacción del hombre. Siento el mismo silencio perruno que cuando, por razones más piadosas, tuvimos que ponerle fin al sufrimiento de Bobby.
(Por Santiago Minaglia)