Hoy más que nunca ¡Viejos los trapos!
El abuelo acaba de reiterar la anécdota de siempre y ya no importa el contexto, lo hace respetando las frases o situaciones que dispararon la primera versión. Casi como aquella afirmación de Borges, por la fluidez y la naturalidad con la que lo hizo, tiende a revelar que “seguramente no era la primera vez que la repetía”.
No es un Funes memorioso donde “Mis sueños son como la vigilia de ustedes”. Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. El abuelo pasó dos años sin salir de su lugar, sin mayor contacto que un par de visitas y las caras de siempre, su afuera está representado por un televisor, y un grabador de cassettes que no deja de insistir con realidades fragmentadas. Nadie le dirige la palabra, ‘obvio’, están corriendo para llegar a cumplir con las obligaciones de siempre, ‘lo importante’, mientras encorvados se mueven con el celular en la mano, riéndose de vaya a saber uno qué. Y ni ahí de responderle cuando aquel les pregunta algo al pasar, o recomienda abrigo ante las primeras brisas de la mañana.
Él no molesta, se levanta temprano, hace algunas cosas que ‘puede’ y quiere, intenta una conversación con el que trae algo de la farmacia, la lluvia, los precios… Pero no es viejo por eso. A lo sumo pide ayuda porque metió mal el dedo al querer cambiar el televisor y puso en Youtube a ‘Ruger King y María Becerra’, a quienes empieza a conocer en ese preciso instante, pero ante la posibilidad de una reprimenda, lo apaga y el silencio se confunde con una mirada aletargada en dirección a la ventana.
Ese abuelo, quizás de 80 o menos, enfrenta una suerte de obsolescencia para este mundo utilitarista y banal, donde la conversación es mediada por la tecnología; y casi como un acto de rebeldía toma el teléfono fijo, llama a algún conocido donde encontrar algo familiar, que lo ayude a sonreír nuevamente, pero son apenas instantes.
“Tené cuidado papá, mirá que las estafas telefónicas están en todos lados, ¿con quién hablás?”, le dice un hijo que entra casi yéndose porque su agenda local está repleta de asuntos urgentes. Él, lejos de contradecirlo, explica y explica. Otras veces se enoja, y tira un ¡A vos qué te importa! Pero más de rabia que de mala educación.
La crueldad de una sociedad que ve en los viejos todo lo reprochable, y en los jóvenes el interés por la tendencia y los modelos ‘a seguir’, nos obliga, nos sugiere qué hacer y valorar sobre parámetros como la eficacia y la eficiencia, independientemente de las circunstancias. Bajo ese parámetro, de olvidos recurrentes por el ‘ya fué’, lo nuevo resalta como imprescindible y ser ‘viejo’ empieza cada vez más pronto.
¿Pero si me siento genial?, dirá el viejo. No importa, algo allá afuera decreta que hoy o mañana tu reloj de vida se está quedando sin arena. Ellas lo sobrellevan mejor, son más independientes, siempre lo fueron, pero casi como una condena por vivir más, tarde o temprano se ven sometidas a los designios de otro que no siempre entiende ni acepta, y por supuesto tendrá la última palabra.
Quienes optan por la soledad antes que la indiferencia, van de la mano con ese dicho ‘mejor solo que mal…’, pero no es simple ni para siempre. Por supuesto, hay excepciones, de los que sortean las olas más grandes y enfrentan a su época con una entereza admirable, no dejan de hacer, pensar o dedicarse tiempo para sí y por los demás sin claudicar en lo suyo, animando a quienes tienen cerca a seguir, leer, disfrutar de los atardeceres, una caminata, ese helado para el que siempre hay un lugarcito, y ojalá muchos de los que hoy están leyendo sean parte de esos eternos rebeldes que tanto admiramos.
Siempre que alguien muestra lo crítico de llegar a viejo, pienso en aquellos abuelos ‘postizos’ frente a mi casa, donde mi madre me dejaba más de una mañana para ir a trabajar y volver por la tarde, cansada y sin mayores ánimos.
Jamás se lo cuestioné, pero en cambio aquellos vecinos no dejaban margen para el extrañamiento, compraban caramelos, me leían cuentos, armaban comidas para compartir conmigo, y jamás sentí que esas conversaciones fueran un estorbo o pérdida de tiempo. Incluso uno de ellos vivió hasta pasados los 101 años pintando cuadros y enmarcándolos. Sí, confieso haberse quedado con ganas de poder verlo enmarcar mí título —siempre me lo prometía al visitarlo— pero falleció un tiempo antes, haciendo lo que más le gustaba, por eso lo recuerdo con esa sonrisa eterna que silbaba un asma tan familiar que hasta hoy la extraño.
Ahora, lo invito a dejar la nota aquí si quiere e ir conversar un rato con aquellos abuelos o tíos, padres, etcétera, que en más de una ocasión niega por comodidad o falta de tiempo. Si está lejos, llámelo, si no es tanto, anímelo a compartir un mate o ¿por qué no?, un abrazo de esos que no son de despedida sino de ¡qué ganas de verte! Mañana puede ser tarde.