Estremecedor relato de una ex Carmelita Descalza
Nogoyá.- Luego de haber pasado siete años desde su salida del convento de las Hermanas Carmelitas de Nogoyá, Silvia Albarenque, rehaciendo su vida comenzó a contar experiencias que vivió en la institución religiosa bajo las ordenes de Luisa Toledo, la primera religiosa del país en ser condenada por privación ilegitima de la libertad y por torturar a convictas de la orden religiosa.
Silvia cuenta a Página 12 que se enteró de la crisis del 2001, doce años después, ya que desde su ingreso al convento en el año 1999 el mundo exterior dejó de existir. Define para si misma que la libertad no es un regalo de cumpleaños, sino una conquista.
Puertas adentro de convento que se muestra en la esquina de 25 de Mayo e Illia como una fortaleza impenetrable, la ex religiosa sufrió torturas, sometimientos y violencia de todo tipo, inspiradas en siglos pasados y ejecutadas por Toledo.
Látigos, ayunos excesivos, mordazas, cilicios, fajas con púas; mencionadas en el antiguo testamento, eran moneda corriente en pleno siglo XX.
La inseguridad y varios golpes en su familia, llevaron a que Silvia se acercara al convento para consagrar su vida desde el año 1999, previo interrogatorio de la superiora para saber con que tipo de persona trataba y como limitar la información del exterior, comenzando por limitar las visitas por motivos inexplicables, para luego dictarle cartas inquisidoras a su familia, obligándola a escribir lo que la monja decía.
“Para estar más cerca de Jesús”, Silvia debía someterse al dolor, al auto flagelo, a ayunos, encierros, o cosa aún peor ser sumisas a la superiora y trazar la señal de la cruz en el piso con su propia lengua.
Al poder salir del convento, Silvia no pudo desligarse de su superiora ya que ella misma afirma: “Toledo me acosaba por teléfono a mi y a mi familia, augurándoles castigos diabólicos. O sea que por un buen tiempo yo ya estaba afuera pero tenía terror de la superiora, que hablaba con mi familia, que me acosaba. También por esa tortura psicológica es que decidí denunciarla”.
Volver a la normalidad no ha sido fácil para Silvia, “si mi situación hubiera sido única, esporádica, yo no hubiera llevado estos tormentos a juicio. Pero lo que me pasaba a mí, les pasaba a otras. Hay chicas que no hablaron y probablemente no lo hagan nunca. Pero esto existe. Esto es lo que un sector de la Iglesia, al menos el que yo conozco, es capaz de hacer”.
“En un punto, a mí me pasó lo que le pasa a una mujer que padece violencia de género. Yo estaba sumergida en la angustia porque la Iglesia me hacía sentir culpable de haber hablado. Eso me dijo el obispo Puiggari personalmente, que yo era responsable de que hubieran cada vez menos vocaciones en los conventos de Entre Ríos”.
“Durante los alegatos, exigí que la superiora estuviera en la sala, así que durante tres horas me tuvo que escuchar por primera vez, por todas las veces que se había negado a hacerlo. Eso fue importante, tanto como lo que pasó durante la lectura de la sentencia. Yo estaba sentada al lado de mi mamá y en un momento me pregunté cómo habíamos llegado hasta acá. Y fue como empezar a ver todos los hilos que me habían llevado a la vida de convento. Entonces empecé a llorar y mi mamá me abrazó. Sentí que su abrazo era muy reparador porque empezaba a curar algo muy antiguo en mí”, dice.
Silvia reconoce que aún está uniendo los retazos para saber quién fue, quién es, quién va siendo. Pero tiene claro que ahora ha tomado las riendas de su vida: “Tuve que apropiarme de mi libertad, que es mucho más que aceptar que una ya no está dentro de los límites asfixiantes del convento. Porque la libertad también tiene que ver con la vida afuera, con las asimetrías de poder cotidianas, una pareja tóxica, un trabajo con jefes despóticos; o sea, una vida que no se ajusta a tu deseo”.
Y agrega: “Nunca es fácil. Pero, aunque fue necesario aprender todo otra vez y aún a veces me cuesta, vuelvo a elegir este camino: el de una libertad que no cambio por nada”.