Dos victorienses realizaron el cruce de los Andes
Victoria.- Luego de seis horas de cabalgata Ivana ya no sentía las piernas. Cuando bajó de la montura apenas podía mover sus articulaciones anquilosadas y temió haber llegado a su límite. El aire en la montaña parecía no moverse debido a los cuarenta grados centígrados que apelmazaban el ambiente. En total sesenta y nueve personas conformaban el grupo que se había propuesto cruzar los Andes emulando la hazaña comandada por San Martín.
Por su parte, Débora también sentía el cansancio en carne propia, pero obtenía fuerzas de aquellos que habían cuestionado su decisión de gastar diecinueve mil pesos en la travesía en lugar de emplear el dinero para vacacionar en algún lugar paradisíaco. Poco a poco Débora se iba adaptando a las nuevas sensaciones.
Esa noche Ivana Anderson, profesora de política, y Débora Vaiden Otegui, kinesióloga, se comentaron sus primeras impresiones hasta dormirse. Definitivamente el viaje no estaba pensado como paseo turístico. La idea de tomar vacaciones tiene como piedra angular el descanso y la inacción, sin embargo cruzar los Andes supone todo lo contrario. A su vez, la docente había soñado con esta empresa desde hacía mucho tiempo y se juraba que el cansancio no la iba a vencer.
Hace docientos años San Martín había hecho la enorme proeza de cruzar los Andes. Por medio del engaño logró confundir a los realistas, que no pudieron anticipar los movimientos del Ejército de los Andes. El cruce comenzó por los pasos de Los Patos y Uspallata, el objetivo era lograr el factor sorpresa para derrotar a las tropas rivales, y así lo hizo.
La profesora y la kinesióloga victorienses llevaron adelante su viaje a través de la Asociación Cultural Sanmartiniana Cuna de la Bandera, de Rosario. En este sentido, este año fue el veinteavo cruce efectuado por la asociación, que en total fueron tres: el de Uspallata, el de Los Patos y el de Portillo. Las opciones para la expedición fueron a lomo de mula o caballo, o como caminantes. El objetivo de la experiencia fue histórico, pedagógico y cultural.
“A los que hacen el viaje por primera vez los mandan a Uspallata, donde fuimos nosotras. Los otros pasos son más peligrosos. Si uno quiere repetir el cruce entonces lo mandan a Los Patos y después a Portillo”, explica Ivana. “Teníamos que tener determinada condición física y lo fundamental era consumir agua, tanto a causa del calor como del viento. También tuvimos que llevar la ropa adecuada para evitar insolaciones: gorros, anteojos, bombachas de campo y polainas. A medida que subíamos teníamos más frío, entonces nos teníamos que poner la ropa térmica”, dice Débora.
—¿Cómo fue la logística para realizar el cruce?
(Débora) —La asociación se encargó de proveernos de todo los equipamientos necesarios para que la expedición sea un éxito.
(Ivana) —Hacíamos tramos diarios de treinta kilómetros aproximadamente. Cabalgando hacíamos cinco.
(Débora) —Nosotras salimos desde Uspallata, pasamos por Picheuta, después fuimos a Punta de Vacas, Polvareda, Desvío de las Leñas y El Cristo.
—¿Cómo vivieron la experiencia desde lo sensitivo?
(Débora) —En un comienzo, por cuestiones de adaptación, teníamos dolores de cabeza. Pero la asociación prefirió que hagamos el viaje de manera gradual, llegamos el viernes y salimos el domingo. La vivencia es inolvidable y gratificante; primero por hacer el cruce de los Andes que realizó nuestro general San Martín, Padre de la Patria; segundo, al tener el privilegio de estar en el bicentenario tuvimos la gran dicha de presenciar las representaciones de cada batalla con los militares. También, este año despedimos al Ejército Argentino y chileno. Eso se realizó en el regimiento número dieciséis de Uspallata, donde se hizo un acto en el cual estuvieron presentes tanto las altas jerarquías del ejército como la vicegobernadora de Mendoza, y a nosotros nos autorizaron a presenciarlo.
Ivana Anderson cuenta que los días (cinco en total) pasaban rápido. El viaje soñado por la profesora no había contemplado el cansancio corporal y la fatiga, en cambio su temor era enfermarse y no poder disfrutar de la experiencia. Una vez en el sitio no hubo lugar para esta pesadilla e Ivana se adaptaba al día a día. “Armábamos la carpa, luego venía un pequeño descanso, una misa, una charla histórica, la cena y a dormir. Al día siguiente nos despertaban a las seis de la mañana, desayunábamos, ensillábamos los caballos y salíamos a cabalgar”, narra. Y, concluye entre risas: “¡No teníamos tiempo ni para extrañar!”.
Pronto, el cielo estrellado como un inmenso embudo y las montañas haciendo de pared, cuya altura máxima superaba los cuatro mil metros sobre el nivel del mar, comenzaron a ser un cuadro recurrido. La majestuosidad de la naturaleza pasaba a segundo plano. Ellas no habían ido a admirar el paisaje, sino debido a un compromiso histórico, cultural y patriótico.
A pesar de que había gente de variada edad, Ivana y Débora aún lamentan que no hayan ido mayor cantidad de jóvenes. Incluso, la profesora sostiene que desde el punto de vista pedagógico la experiencia es “increíble” y podría ayudar a los chicos a comprometerse más con el sentido de patria y a vivir en propia piel lo que estudiaron en las escuelas.
Cuando el viaje concluyó, Débora asegura que “no hizo falta hablar” para demostrarle a sus amigos y familiares que todo había salido de maravilla. “Esto nos enriqueció el alma”, asegura la kinesióloga. “Además, hicimos nuevos amigos”, suma. Asimismo, las victorienses dicen que pese al cansancio físico de la expedición se llevan un recuerdo muy feliz que recomiendan vivir a todos.