Donde la Virgen de la Medalla Milagrosa encontró a una fiel devota
Más o menos a mitad de la ruta que une la 32 a Seguí con Don Cristóbal (ruta 35) –actualmente en proceso de repavimentación– sale un camino secundario hacia la mano izquierda en dirección a Viale. A solo dos o tres kilómetros luego de abandonar el asfalto, el viajero hallará el establecimiento La Pichinina, que supo tener sus décadas de gloria, y desde la calle se ve claramente que en su amplio parque del frente ha sido entronada una virgen, surgida de la mano virtuosa de la escultora nogoyaense Valentina Fernández a encargo de la dueña de casa, Matilde Voltolini (“Pichinina”), quien vive una vida cuasi mística desde que cree ver y oír a la virgen María. Está convencida de haber recibido su primer mensaje de paz en 1985, cuando vivió momentos sumamente complicados de su vida. Se trata de la Virgen de la Medalla Milagrosa, cuyo día celebran los devotos católicos cada 27 de noviembre.
Por su gentil insistencia la hemos visitado finalmente en aquel paraje donde siempre hay quienes, atraídos por esa imagen de unos tres metros de altura que puede verse al paso, deciden hacer una oración o simplemente permanecer en ese lugar de paz en cercanía de las rosas de tamaño extraordinario que delatan la fertilidad del suelo. Es eso para las devotas y devotos marianos que trasponen el cerco del frente o ingresan por el portón. Un corazón cargado, una mente atribulada, alguien que sufre los embates del estrés que está de parabienes en estos tiempos turbulentos, encuentra allí, a cielo abierto y florido, un pequeño espacio para relajar la mente y el espíritu. Y Matilde (“la Pichi”, para unos o “Nina” para otros) seguramente se acercará a saludar, sin invadir, porque sus 92 años de edad no le impiden caminar el predio ni repetir cuantas veces sea necesario que ella habla con la Virgen, que escucha su voz, y que el propio Jesús, único intercesor entre Dios y los hombres, le ha hecho entender algunas razones. No sabe precisar cómo son esas apariciones y en su precipitado relato por momentos dirá que sueña y luego interpreta su sueño, en otros la virgen le presenta imágenes de las que saca conclusiones.
Como sea y más allá de las objeciones dogmáticas o doctrinales que se le puedan hacer (de hecho los sacerdotes que la conocen se las hacen), el mensaje de Matilde es de paz, de amor, y repite que no hay que hacer el mal. Quien hace solo el bien y se guarda del mal, tiene una vida feliz y nada que temer. De hecho, le hemos preguntado por su situación de mujer que a su edad vive sola y carece de medios de comunicación, y nos hace entender que quien está entregado a Dios nada tiene para temer; ni a la pérdida de su propia vida.
Dice haber recibido desde Suiza 21.000 medallitas (de 15 mm de alto) plateadas de la Virgen Milagrosa, en dos tandas, y guarda celosamente una, dorada, que le ha regalado el renombrado Padre Ignacio. Gran parte de su día transcurre dentro del pequeño espacio al que la fue confinando el impiadoso deterioro de su casa, escribiendo sobres dentro de los cuales pondrá una de esas medallitas junto a un pequeño folleto en el que se halla impresa, día por día, la Novena en honor de la Virgen Inmaculada de la Medalla Milagrosa, y en el exterior del sobre, escrito con prolijidad por su puño aún firme, se lee: “Novena de la Virgen de la Medalla para pedir por nuestra Patria Argentina. Milagros… milagros… milagros… luz… verdad… justicia… paz… amor… libertad… alegría. Amén”.
Miles y miles de estos sobres han sido escritos ya por Matilde en los últimos años y los seguirá escribiendo hasta su último aliento, para ser distribuidos entre sus devotos.
Tiempos hubo en que aquel lugar fue un próspero establecimiento avícola a cargo de esta frágil mujer que se propuso no casarse, para cuidar a su madre y tres hermanas “discapacitadas mentales”, según sus propias palabras. En el año 85 tuvo una efímera trascendencia a través de Paralelo 32 y luego replicado por otros medios, porque el agua de uno de los pozos semisurgentes salía mezclada con un líquido oleoso cuyas características y olor ella asegura aún hoy que es petróleo. Al parecer aquello afectó también a las gallinas en jaula, sumado a una crisis de rentabilidad del establecimiento que forzó el fin del emprendimiento avícola.
Tras esto, desolada y moribunda probablemente por la contaminación del agua a la que atribuye todos esos males, nos cuenta que se encomendó a Dios y la Virgen Milagrosa, quien cree le habló en su día, el 8 de diciembre de 1985. Desde entonces cambió su vida y en uno de esos místicos momentos la virgen le habría pedido un santuario y ella obedeció erigiendo una bella escultura, donde la autora logró una expresión de ternura y calma que podría ser un bálsamo para quienes buscan un momento de paz fuera de la profundidad de su propio ser.
Su lectura es una versión de la Biblia de Jerusalén y su único medio de información una radio que le alcanza para percibir que nuestra civilización (el mundo) se halla en los últimos estertores de su existencia, pero ella tiene una gran noticia para dar, razón por la cual nos convocó a su casa: Llega la destrucción de los Estados Unidos y llega Jesús para salvarnos. “Este es el momento para decirlo, por eso los llamé. Me han querido hacer nota varias veces ya, y a todos les contesto que solamente voy a hablar de esto con Luisito”.
Misión cumplida. Volvemos a salir por el pequeño garaje donde cumple sus votos de silencio el viejo Ford Falcon al que su dueña ya no le pide favores. Atrás dejamos aquel pañuelo de tierra indescifrable donde se yerguen dos torres de molino, uno de los cuales tiene bastante más edad que Matilde pero todavía ofrece agua fresca, como su dueña. Dice que ya no es apta para beber pero sí para la higiene, y con él riega todo lo que crece entre las ruinas de los galpones vacíos; rosas de un tamaño que desconocíamos, donde los cítricos sobrecargan sus ramas y los cuaresmillos colorean prometedores. Todo está allí en un bosque generoso con su abigarrado matorral de fresco orégano, donde una jovial mujer de 92 años ha plantado vides nuevas quizás sin saber que bíblicamente simbolizan la promesa de llegar a Canaán, la tierra prometida.